domingo, 7 de septiembre de 2014

Volveremos a encontrarnos



Hace meses que no me pongo delante de un ordenador, y mucho menos para escribir. 

Es hora de que acabe este letargo y que mejor manera de "desoxidar" estos dedos, que escribiendo algo que me ocurrió esta noche.

Os juro que nunca me he considerado una persona que crea en el destino, siempre he pensado que nuestro futuro lo forjamos nosotros con nuestras decisiones, pero hoy vi algo extraordinario. Disculpad si mi relato es algo torpe, pues llevo mucho tiempo sin escribir, Aunque lo que sí  puedo juraros, es que esta noche hablaré con el corazón,  quizás sea la manera más fiel y digna de  relatar una de las historias de amor más bellas que he oído en mucho tiempo.

Seis de la tarde. Comienza un turno que auguro tedioso, por las calles no hay ni un alma. Como viene siendo habitual, empleo las seis horas que me quedan por delante en limpiar cada uno de los rincones del restaurante donde trabajo. Todo apunta que la noche no va a ser mucho mejor. Repito el mismo ritual  de  cada tarde: repaso cubiertos, relleno cámaras, limpio los baños y finalmente barro y friego el comedor. Una rutina que ya la realizo casi por instinto a la espera de que con suerte, venga algún alma caritativa a tomar algo por la tarde.

Ensimismado en mis tareas, me doy cuenta de que una anciana toma asiento en la terraza. Me dispongo a dejar mis tareas para atender a la amable señora que ha tenido la bondad de venir a "visitarme". Me dirijo enérgico hacia su asiento, como viene siendo costumbre le regalo una de mis mejores sonrisas a la espera de una gratificante propina al finalizar mi servicio, pues todos sabemos que si la abuela es agradable, y se topa con un joven simpático, es bien seguro que acabe todo en una distendida charla, cosa que necesitaba en esos momentos. 

Mi sorpresa comienza cuando la anciana, que debiera rondar los ochenta años, me mira con los ojos muy abiertos. Su avejentada empieza a tomar color por momentos, lo que más me sorprende es como esos ojos verdes, que en otra ocasión debieron ser de un tono más oscuro, empiezan a tornarse cristalinos.

Me dispongo de manera apresurada a preguntar si necesita ayuda, o si le había ocurrido algo, pero de manera rotunda y casi abrupta me dice que  no.

Su rostro recupera el color inicial, pero lo que descubro en sus ojos es un incesante reguero de lágrimas, lo que contrasta con una sonrisa melancólica, que en otro tiempo debió  causar estragos.

Cuando consigue articular palabra alguna, me llama por un nombre que desconozco: Eduardo. Intento aclararle a la buena señora que quizás se ha equivocado de persona, es posible que  me haya confundido con otro camarero de algún bar que frecuente.

Al poco tiempo retoma su discurso diciéndo que no me preocupase, que no estaba loca ni senil, pero que se alegraba mucho de ver a su marido después de  diez años en los que "se  supone", la había abandonado para  siempre.

Mi idea de que esa extraña  anciana tiene un problema mental crece por momentos, por lo que corto la conversación preguntándole si quiere algo de beber, a lo que la anciana me responde que una botella de agua natural.

Cuando vuelvo con la botella y le  animo a que si necesita algo que no dude en llamarme,  me coge de la mano que queda libre, puesto que la otra la tengo ocupada con la bandeja. Hay una foto en la mesa y la anciana me insta a que le eche un vistazo. Tengo razón: lo que veo en esa foto es a una preciosa mujer unos sesenta años más joven de la mano de un hombre. Cuando fijo la mirada en esa foto, no puedo dar crédito a lo que veo. Una versión mucho más antigua  de mi. ¿Creéis  en que  todos tenemos un alter ego en otra parte del mundo? Yo nunca lo creí  hasta que vi a mi mismo hace sesenta años.

Ahora es cuando prefiero cambiar de tiempo verbal y hablaros en pretérito, puesto que lo que os voy a contar todavía ni yo me lo creo, y necesito agilizar la narración.

La señora, al ver mi cara de  desconcierto y miedo, se presentó. Se llamaba Concha, una mujer de ochenta y un años que se casó hace ya más de cincuenta años con Eduardo, un Guardia Civil de Asturias al que conoció en uno de sus destinos.

Toda aquella sorpresa inicial que  destilaba la anciana se transformó en comprensión y cautela,puesto que estaba bastante bloqueado. No podéis ni imaginar la impresión que me dio ver a otra persona que no era yo, con casi los mismos rasgos.

Me cogió de la mano, y con un afectuoso apretón me dijo que era tan guapo y amable como su difunto marido.

Al poco me contó que su esposo falleció hace diez años a causa de una leucemia, en su relato me dijo que siempre se consideró una persona religiosa, pero que al enterarse de la enfermedad de su marido, le dio la espalda a Dios, puesto que no entendía por qué había dispuesto llevárselo de esa manera.

Con lágrimas en los ojos y una sonrisa esperanzada me dijo lo siguiente: 

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Os prometo que tuve que hacer un esfuerzo por no  echarme a llorar en ese momento. Su cara  de felicidad, la luz y el color de sus ojos eran el reflejo de una juventud que había recuperado. Un reflejo del pasado que había vuelto a su mirada para hacerle recordar que seguía viva y enamorada como hacía años.

Me armé de valor y le pedí que si  tenía la amabilidad de dejarme la foto para hacerle otra foto. Su respuesta fue un no rotundo. Con una media sonrisa y levantándose de la silla finalizó su discurso.

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Y queridos/as lectores/as, así me quedé yo. Con un retrato del pasado, con una historia única, y con un nudo en la garganta que aún me dura.

Hay  historias que son increíbles, y yo he vivido una que  creo que difícilmente olvide. Y lo más importante todavía: la idea de que hay amores que pueden traspasar las barreras del tiempo e incluso la muerte.

Y todo ello puede quedar inmortalizado en una foto de boda.



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